Carlos de Hita sobre «El sonido de la naturaleza»

Pascal Quignard escribe en uno de los tratados que componen El odio a la música: «En el seno de la naturaleza, los lenguajes humanos son los únicos sonidos pretenciosos». Aunque seguramente verdadera hasta un cierto punto, la conversación con Carlos de Hita hace ver quizá excesivamente injusta esa afirmación de Quignard.

De Hita lleva más de treinta y cinco años saliendo a escuchar y registrar los sonidos de la naturaleza, y regresando siempre con el empeño de contar qué ha oído. Lo hace para transmitir que «hay un mundo ahí que está lanzándonos mensajes y que hay que percibirlo». Porque es un atento oyente, es un cuidadoso narrador; un honrado manejador de las palabras a través de cuya voz y escritura se evidencia cómo cualquier pretenciosidad, cualquier artificioso intento humano de expresión mediante la palabra sería un ruido que desvirtuaría por completo la definición de cómo suena un sonido y callaría la reverberación de su misteriosa razón de ser.

Como su labor de narrador de los sonidos de la naturaleza en este libro enseña, hablar desde la naturaleza, a partir de su escucha, infunde al lenguaje humano de una pureza y limpieza que lo arraiga de nuevo a los árboles, las hierbas, los animales, el sol, el cielo, la luna, el viento, la lluvia…  E incluso a sí mismo, como otra voz más de la naturaleza.

Tu vinculación con la naturaleza comienza en tu infancia.

Yo soy un niño urbano. A los niños de ciudad la naturaleza les ofrece la posibilidad de salir de casa y escapar del día a día, y a mí me ofrecía también la de ir viendo cosas y entendiéndolas mientras iba caminando por la montaña. Tenía esa inquietud intelectual que consiste en llevar unos prismáticos y observar pájaros, identificar plantas… Ese fue mi principio: ser un chaval que andaba por el monte.

Comenzaste a profundizar en la naturaleza a través de la vista.

Lo primero que uno hace es conseguirse unos prismáticos y luego una cámara de fotos. Empecé a fotografiar pájaros, pero no era un buen fotógrafo. Sucedió que, en un momento determinado, cayó en mis manos un micrófono y comencé a grabarlos como afición, casi como un divertimento, pero pronto eso pasó a convertirse en un trabajo.

Digo que soy un naturalista metido a técnico de sonido porque así como mis colegas técnicos de sonido han llegado a este mundo a través de la música o trabajando en medios como el cine o los documentales, yo he llegado al sonido a través de grabar el canto de las aves. Lo que a mí me motivaban no eran ni la música ni la imagen, sino los sonidos de los pájaros. Esa fue mi rampa de comienzo.

«He aprendido a interpretar los mensajes de la naturaleza […]. Pero para quien se para a escuchar hay mensajes más sutiles», escribes en el libro.

En esas palabras hay dos intenciones. Por una parte está interpretar qué dicen los animales: los animales que cantan son seres vocales que, al cantar, están transmitiendo un mensaje. Es un lenguaje codificado que podemos entender hasta cierto punto. Por supuesto, no sabemos qué “dicen”, pero sí a qué comportamiento se asocia determinado sonido. Es un signo sonoro. Esto es algo que se aprende observando, leyendo y a través de la experiencia del día a día. Cuando te dejas arrastrar por una pasión, acabas entendiendo lo que sucede a tu alrededor.

Por otro lado, hay un mensaje mucho más sutil. Yo quiero entender cómo hablan los paisajes: qué mensajes, qué conclusiones pueden obtenerse de la escucha atenta de un paisaje sonoro. Quién canta, cuántos hay, a qué hora lo hacen, quién estaba y ya no está, quién se ha incorporado a última hora, qué voces nuevas hay, qué ruidos estorban en el fondo, qué es lo que no se escucha en el fondo… El análisis de toda esa componente acústica te permite también entender qué es lo que te está “diciendo” la naturaleza. A veces, ese mensaje es de alarma; otras, una petición de socorro y otras, una lánguida decadencia hacia la monocordia, hacia la pobreza sonora que es, de hecho, la pobreza ambiental. A eso es a lo que me refiero cuando digo “entender los mensajes”. Cuando llevas ya unas cuantas décadas fijándote en algo, escuchando y analizando eso que escuchas, como en mi caso, también percibes tendencias y procesos y esto es lo que te permite sacar conclusiones. Es a esto en concreto a lo que me refería con esas palabras.

Algo absolutamente palpable a través de la lectura de tu libro es la importancia caudal que otorgas a las palabras, tanto en su dimensión oral como escrita. A su sonido y sus significados. A lo que las palabras son, albergan y transmiten, y la cualidad sonora que poseen en cada una de esas dimensiones.

Muchas de las palabras que empleo son muy onomatopéyicas, muy sonoras por lo tanto. Cuando salpicas un texto con esas palabras estás confiriéndole sonoridad: la frase retumba y el lector está escuchando. De alguna manera es como se hace en la poesía (aunque yo soy incapaz de rimar dos palabras): jugar con la sonoridad, no sólo con el significado.

Diría que es algo que quizá tiene mucho que ver con el proceso de composición del sonido. El proceso de composición de estos mensajes sonoros es paralelo, de alguna manera, a la composición musical. Admiro a los músicos más que a nada en este mundo porque son capaces de escuchar sonidos que no existen. Yo trabajo con sonidos que he oído, pero un músico escucha algo que no ha sonado todavía: lo oye en su mente y lo transcribe. Una que el músico hace y que quizá es análoga a lo que yo hago cuando monto mis paisajes sonoros es esa especie de composición con el tempo. Yo juego también con esos parámetros: pausa, silencio, eco, reverberación… De alguna manera, mis textos están escritos siguiendo también esos patrones: la disquisición larga que se acelera de golpe y se cierra con apenas unas pocas palabras, el orden de la frase, la ubicación del punto y aparte… No es que esté calcando el mensaje sonoro, pero sí pensando en los mismos términos cuando escribo y cuando monto. No soy consciente de ello, pero si lo observo desde fuera me doy cuenta de que algo de eso hay.

Las palabras son para mí muy importantes. Por ampliar la definición de quién soy yo diría que soy un naturalista, metido a técnico de sonido y que lo cuenta (narra). Porque no me dedico sólo a grabar o a componer esos paisajes sonoros, también me dedico a contarlos, sea en la radio o en blogs o en un libro como éste. Para mí es muy importante expresar con precisión y me gusta mucho, como si fuera una especie de juego, convertir la percepción acústica en un relato verbal. Y ahí hay trucos: empleo muchas expresiones que se refieren a lo visual, pero es que nuestro lenguaje tampoco está especialmente bien dotado para hablar de sonido.

Pero esos trucos que planteas son un rasgo fundamental de tu forma de escribir. Hay un dominio que tiene que ver no sólo con el conocimiento de la palabra sino esa capacidad de plantear un símil u otro recurso literario que traza un hilo, que conecta el significado y efecto de esa palabra con la ‘materia’ y sensación de un sonido.  En ese trabajo de búsqueda de exactitud y claridad tu escritura adquiere una cualidad poética. Traes adjetivos o verbos de territorios semánticos aparentemente ajenos al sonido y permites al lector sentir con una gran nitidez. «Ver de oídas».

Como acabo de decir, el lenguaje no está especialmente bien dotado para describir sonidos. Más allá de las onomatopeyas y palabras, como «tormenta», «trueno», «eco», «silencio» y muchos nombres de aves, apenas existen palabras estrictamente sonoras.

Hablamos de un «sonido alto» o de un «sonido bajo» para significar «agudo» o «grave», «sordo» u «opaco». «Alto» y «bajo» son figuras visuales. Un sonido agudo es una figura geométrica, un sonido brillante es una imagen visual. Utilizamos muchas alegorías sonoras para hablar del sonido y yo exploto esa cualidad con un propósito concreto. Me gusta mucho hablar de la «imagen sonora», algo que es una especie de contradicción suprema pero que es de hecho lo que permanece en el cerebro cuando se escucha un sonido, más allá de la imagen visual.

Me agrada jugar con esas contradicciones aparentes, como la que hay en «ver de oídas», porque es una forma fácil y eficaz de comunicar. Cuando grabo sonido, estoy grabando una imagen acústica y me gusta trasladar esas imágenes acústicas a términos verbales, por eso tal vez he desarrollado una cierta capacidad para describir.

Me interesan mucho los pájaros, las ranas…Soy naturalista, pero yo no trabajo con el sonido de los animales sino con la acústica del lugar donde esos animales cantan. Esto es para mí lo importante. Y en esa acústica intervienen muchos elementos: la distancia, la temperatura, la humedad, la vegetación…Elementos que modifican el sonido. Me interesa la reverberación, el eco: la manera en que el espacio modifica los sonidos y la manera en que los sonidos definen un espacio. El trueno es un buen ejemplo para entender esto: tras la imagen del rayo, todo lo demás es eco, reverberación, espacio, distancias, medidas. Cada retumbo del trueno es una irregularidad del terreno: una oquedad, una cueva, una repisa.

Para hablar de espacios, de distancias, de volúmenes, el lenguaje que se refiere a lo visual es fundamental. El esfuerzo radica en conectar lo visual con lo sonoro, más allá de explicar que cuando canta un zorzal está marcando un territorio (aunque también me guste contarlo). En el primer capítulo del libro hablo del sonido de una cueva porque me parecía fundamental comenzar hablando de lo más básico: la reverberación y el eco.

«Paradójicamente, la banda sonora de algunos de los espacios más colosales de la naturaleza es minimalista», escribes al comienzo de ese capítulo.

Todo lo que define el espacio acústico está contenido ahí, en un lugar donde solamente hay agua y roca. Todo queda explicado en esa gota que cae, hace «cluf» y cómo la reverberación rellena el espacio. A partir de ahí, el libro ya comienza a hablar de urogallos, gamos, corzos, lobos, tormentas…pero el sustrato físico del sonido queda completamente explicado ahí, en el sonido de una gota de agua cayendo en una cueva. Un sonido insulso, no es el aullido de un lobo.

Sólo aparentemente insulso, diría. Tal vez no esté tan alejado de la potencia del efecto interior que es capaz de despertarnos el aullido del lobo. «Acostumbrado a escuchar los grandes conciertos naturales, cargados de sonidos producidos por la actividad de cientos, de miles de animales, pocas experiencias he tenido más impactantes que una escucha prolongada, inmóvil, en las tinieblas de una gran caverna», escribes en este capítulo.

Por supuesto, porque ese sonido te da las claves para cuando escuchas el aullido del lobo, porque lo que suena es el valle en donde aúlla ese lobo. No suena el lobo, suena el paisaje. 

Me resulta una expresión compleja: «Suena el paisaje.» Como que quiere decir algo más de lo que meramente aparenta.

No lo es tanto. Vamos a ir a un caso extremo: imaginemos estar en el Cañón de Ordesa, un desfiladero enorme de 15 kilómetros de largo y 1.000 metros de profundidad. Una descomunal zanja de piedra. Allí, el canto de un pájaro a 100 metros de altura rebota en las dos paredes. El eco las define a ambas. Según el tiempo de retardo puede calcularse a cuánta distancia está esa pared. Pero hay también un viento que baja encajonado por ese barranco y que silba. No es el viento de un espacio abierto, que suena sordo, o el de un pinar, donde sisean las agujas: es un viento de roca. Y también hay cascadas de agua. Todo eso va sumándose. El sonido rebota, unas cosas se difuminan con otras, creando así un fondo sonoro determinado: el fondo sonoro de alta montaña.

Esos pájaros también podrán cantar en un bosque de pinos, donde también haga viento. Las acículas de los pinos sisean con el viento y hacen un sonido más agudo. Cuando suena el viento en un hayedo las hojas hacen una especie de tableteo, son como abanicos, y a la vez crean una especie de gran bóveda bajo la que encierran los sonidos. Ese mismo canto sonará distinto.  

Durante la noche, la humedad y la baja temperatura hacen que las frecuencias agudas se propaguen mejor. El sonido de la noche brilla, literalmente. Es mucho más brillante que el diurno. La voz de un ruiseñor, que canta las veinticuatro horas del día, suena mucho más potente y hermosa de noche, aunque cante lo mismo que durante las horas de luz.

Esto es el paisaje sonoro y su análisis.

¿Cómo, en el uso, los aparatos de atención y registro amplifican la capacidad de nuestros sentidos para captar la realidad? No sé si sería enteramente correcto definirlos como una extensión de estos, en el mero sentido de que los agudicen. En una entrevista señalas que, a veces, al escuchar una grabación te das cuenta de que lo registrado no parece coincidir con lo que tú has estado oyendo.

Los aparatos que los técnicos de sonido utilizamos, salvo que sean equipos especiales, están diseñados para escuchar lo que tú oyes. El aparato no escucha nada que tú no oigas. Es la diferencia entre «oír» y «escuchar»: el aparato oye, tú escuchas. Por eso, es cierto que en ocasiones estás grabando algo y tu atención está fija en un sonido, como quien mira fijamente a algo, y no percibes todo lo que hay alrededor. Eso lo descubres luego en el estudio.

Aquí has tocado un tema que creo que es fundamental y que es una discusión tan antigua como la que concierne a la pintura y la fotografía, y no digamos el cine: la cuestión de qué es más real. ¿Es más real una grabación en estéreo o una en 5.1?

La respuesta es que nada es real, todo son relatos, ficciones. Si escuchamos una grabación “real” (es decir, tal y como ha sido directamente registrada), posiblemente durante los diez primeros minutos no suceda nada. Sería muy difícil mantener la atención de nadie sobre ella y además tampoco sería estrictamente real sino el producto de la combinación del punto donde se ha ubicado el aparato de registro, los micrófonos, a qué hora y hacia qué orientación.

Tengo muy claro que es necesario eliminar de la conversación el término «real» porque lo que un fotógrafo o yo realizamos es una composición, una ficción, a partir de registros físicos. Es una ficción, aunque real como la vida misma. Voy al bosque, analizo la componente sonora que hay en un determinado lugar: qué animales cantan, qué insectos hay, por dónde circula el agua, el tempo… Por ejemplo, en un día caluroso de verano, todo va muy lento; en uno de invierno, va más deprisa. Pongamos que yo quiero contar esa transparencia o sequedad del aire en términos acústicos. De alguna manera, elaboro un guión en mi cabeza, describo los elementos que considero necesarios y con todo ello llevo a cabo después, en el estudio, una composición, un relato donde todo eso está presente.

La cuestión es que lo que suene genere en el oyente la sensación de realidad, pero es como una película. En una película puede registrarse el curso de un día entero y luego condensarlo en media hora. El espectador tendrá la sensación de que ha visto el paso entero del día, pero no es así. De la misma manera, yo debo adaptarme al soporte: en la radio debo condensar la narración de ese relato a los 45 segundos de los que dispongo, mientras que a una instalación acústica puede darle un tempo distinto, ya que donde los asistentes van predispuestos a escuchar con atención durante un tiempo prolongado.

Uno y otro son composiciones en torno a una realidad, pero composiciones, interpretaciones, al fin y al cabo. Todo son ficciones. Para mí está clarísimo. Creo que no está bien planteada esa discusión acerca de qué es más real.

Quizá esto que acabas de decir se conecta con una idea que para mí se ha puesto de manifiesto a través de la lectura de tu libro, que es la construcción que produce la interconexión entre los sentidos. Te preguntaba antes sobre si los aparatos serían elementos, o apéndices digamos, para afinar la potencia de nuestros sentidos; sin embargo, seguramente también por ese intencionado uso que haces de palabras procedentes de un campo semántico más conectado a lo visual para convertirlas en términos que alberguen significados sobre el sonido, ese juego literario nos lleva más allá de cualquier literalidad y así, en la lectura, uno va comprendiendo cómo escuchar, o quizá mejor dicho el entendimiento de un sonido (y del sonido formado por diferentes sonidos), surge de una acción cohesionada del oído con otros sentidos.

Esa parte literaria del libro emerge de reflexiones sonoras. El sentido del oído tiene una virtud muy importante, que comparte con el olfato y la memoria: la capacidad de evocar. Eso te permite moverte por donde tú quieras. Si describes un paisaje debes ser muy preciso, enumerar cuidadosamente todo lo que hay en él. Describir un paisaje a través del sonido te ofrece una libertad enorme para navegar, divagar, perderte e ir y venir como el trueno. Esa libertad de mirada en ese sentido global te da libertad. Yo no me sentía obligado a contar las cosas de la misma manera.

El libro es un poco caótico. El único elemento que le confiere orden es su organización según la disposición del calendario. Los textos que contiene cuentan experiencias y relatos muy diferentes mediante planteamientos narrativos muy distintos, pero esta diversidad no resulta de ninguna intención deliberada. Hay veces en que escribo de una manera y otras, de otra. Hay ocasiones en que debo estar alerta durante tres semanas esperando a que aparezca un animal, otras voy acompañado de alguien me conduce. Hay textos que escribo en primera persona; otros en tercera, desde el punto de vista del animal o de un individuo aburrido, aguardando a que alguien diga algo. Ese barullo es lo que describe con la mayor fidelidad de la que yo soy capaz este tipo de actividad y de actitudes y sólo encuentra orden en eso que nos ahorma, el calendario.

El libro recoge esa dispersión, que no sé si es necesariamente la esencia del naturalista, pero sí es la mía y de la que salen todo tipo de observaciones y descripciones, holísticas y parciales. Todas ellas emergen de esa libertad absoluta de un trabajo que es el resumen de muchas vivencias. Digamos que no me he ido a grabar este libro, sino que he tomado treinta años de experiencia y he hecho un libro con ellos con lo cual en él hay de todo: días buenos, malos y regulares. He querido respetar ese carácter disperso y variado.

Un rasgo muy valioso de Los sonidos de la naturaleza, también de Viaje visual y sonoro por los bosques de España (2019), es cómo integra la dimensión física y la, digamos, virtual, demostrando cómo es posible que esa unión aporte nuevas dimensiones a la lectura.  Cada capítulo cuenta con un código QR desde donde puede accederse a un vídeo en YouTube en el que se escucha ese sonido descrito en el texto del libro acompañado por tus palabras y su correspondiente sonograma. Esas páginas “virtuales”, que acercarían a la idea del libro electrónico, aquí reelaboran y enriquecen el sentido de ilustración y su función como parte de la lectura.

Es algo que hago respetando absolutamente el mundo del libro. De alguna forma, podría decirse que este libro son en realidad dos. Tanto aquí como en Viaje visual y sonoro por los bosques de España, era esencial para mí que el libro en papel funcionase por sí solo, sin que fuese necesario escuchar los ambientes. Es decir, todo lo que se escucha en ellos puede leerse y entenderse; no es un guión de lo que va a escucharse en esa grabación a la que llevan los códigos QR.

Para mí la lectura en papel es mucho más densa y consciente que la que puede hacerse con un libro digital. La experiencia de un libro físico es distinta a la de un e-book y, en este caso, a mí que amo los libros, me parecía necesario hacerlo. Añadir esa segunda capa no es del todo original porque ya en el pasado habíamos hecho libros que incorporaban el sonido a través de un CD, pero esta otra forma permite un contacto más permanente. En esas grabaciones, el texto es una especie de dictado de lo que dice el sonido, pero ese dictado se lee solo, no es necesario escucharlo.

¿Considerarías entonces más cruciales para tu explicación del significado del sonido en la naturaleza las ilustraciones que ha realizado Francisco Hernández? Algunas de ellas son dibujos realizados con una precisa exactitud, con trazos perfectamente delineados y otros inacabados, manchas de color… «La imagen abocetada y la grabación sonora están conceptualmente muy cerca», escribes, relacionando a esto también el efecto de la acuarela.

La grabación sonora es una secuencia dinámica, aunque dure un solo segundo. Es una secuencia de acontecimientos que se suceden uno tras otro: suena el trueno, cae el rayo, retumba, va al fondo del valle, vuelve, después canta un pájaro… Tiene muy poco que ver con la fotografía, que es una instantánea. Una foto sonorizada chirría porque una fotografía no se mueve, mientras que el sonido sí lo hace. Sin embargo, la imagen abocetada no deja de ser una especie de imagen captada al vuelo. No es un instante, porque un instante no es un trazo diluido o una imagen sin contornos precisos. Por eso creo que conceptualmente el sonido y ese tipo de ilustraciones están más cerca, porque un pájaro representado en cuatro trazos no es una imagen precisa, es una imagen dilatada en el tiempo. Esa es la razón por la me parece que tiene más sentido coordinar o unir el sonido a una imagen indefinida. Las voces de los animales en el paisaje se diluyen en el ambiente. La niebla, el agua, la nieve… todo ello hace que se diluya el sonido, que sea indefinido, sin aristas, como en una acuarela.

Lo que planteas sugiere una directa oposición a la idea de inmediatez en que actualmente vivimos. Vivimos rodeados de mensajes que nos llaman a tomar plena conciencia de nuestras experiencias sensoriales y a regresar a la serenidad y lentitud de la naturaleza. Estamos convencidos de la facilidad de todo y no sabemos distinguir la gratificación que pueden aportar esas experiencias y contactos superficiales de lo que significa entablar una relación intensa y de verdadero aprendizaje y estudio de la naturaleza.

Tengo el recuerdo de ir de muy pequeña de la mano de mi abuela, que apenas sabía leer y escribir, y escucharla exclamar admirada: «Mira cómo lee» cada vez que veía a una persona sentada en un banco o una cafetería atenta a un libro o un periódico.  Creo que comprendía de alguna forma que la capacidad de leer, de saber verdaderamente leer, llevaba a esas personas a unos territorios mentales (de conocimiento, de actividad de pensamiento) que ella seguramente deseaba pero tal vez sentía ya inaccesibles para sí. Deduzco esto de lo que yo siento ante las personas que, como tú, tienen integrado ese conocimiento y vivencia de la naturaleza, saben leerla e ir realmente adentro de ella.

Esto que has dicho me hace pensar en un libro que he leído hace poco, El leopardo de las nieves de Sylvain Tesson, donde explica que se ha pasado la vida corriendo para ir a todas partes. Tesson fue al Tíbet con el fotógrafo Vincent Munier, a fotografiar a este animal. El lugar más remoto, el animal más esquivo. En su libro habla de cómo ahí aprendió las virtudes de la espera, del acecho, y yo coincido mucho con él en esto.

Cuando tú estás esperando que suceda algo o, por decirlo con otras palabras, te encuentras en esa actitud de espera activa o aburrimiento creativo, ese propio hecho de esperar ya es la vivencia.  Esa es la satisfacción y si además también aparece el animal, muchísimo mejor. Y, de alguna manera, eso tiene que ver con estar leyendo. Cuando leemos, estamos viviendo la lectura. Estamos en otra longitud de onda. Estar en tensión durante una espera ya supone vivir el momento. Entender lo que está sucediendo, aunque no suceda nada.

Me parece que esta es la actitud que hay que tener para que estos trabajos sean interesantes porque, si no, no lo son. Nadie en su sano juicio pasaría tres semanas aguardando a que un lince maúlle si no fuera porque durante esas tres semanas uno está viviendo una actitud de espera. Lo fundamental no es lo que sucede sino la actitud de escucha atenta. Lo que sucede es importante, pero no es lo primordial.

El aprendizaje que deriva de hallarse este estado de espera es lo que permite comprender la inmensidad de esa gota en una cueva o poder hallarse entre un grupo de lobos sin ser percibido por ellos como una amenaza.

Hablo en la introducción del libro de ese episodio de los lobos porque es uno de esos momentos irrepetibles pero quisiera insistir en que no es el fin paradigmático de aquello que se está buscando. Sucedió que, simplemente, en esa ocasión, los lobos no escaparon.

Lo que sí es paradigmático es la actitud que debe tenerse en el campo. Cuando tú llegas eres siempre un intruso: apareces y los animales huyen en estampida. Todo lo que oyes está demasiado lejos y esa distancia es lo que te proporciona ya una medida de la desconfianza, de su recelo. Debes esconderte con medios de camuflaje, pero hay una cuestión fundamental: no hacer nada que pueda ser interpretado como amenaza. Hay que saber mantener la debida distancia, no hacer gestos extraños ni intentar esconderse, porque el animal se dará cuenta y va a suponer que uno lo está haciendo porque lleva malas intenciones. Hay que acercarse a los animales con una actitud respetuosa que para mí deriva de la empatía: si no empatizas con el animal difícilmente podrás situarte en esa espera sosegada.

Un cazador sólo puede acercarse por medio del engaño, pero un observador puede aproximarse de otras formas; el engaño no es la única porque, desde luego, esos zorros, esos lobos, esas grullas, esos buitres nos han visto, saben perfectamente que estamos ahí. Pero de la misma manera también pueden saber que no constituyes un peligro. Ellos no perciben esa actitud empática tuya, pero tú sí sabes que la sientes, y esa es la clave. No es un proceso de aprendizaje, ni una iniciación, es una actitud paciente y empática. Sentir que te cae bien el animal, estar a gusto observando a ese animal o esperando a que aparezca. No necesito más. Eso propicia ese tipo de encuentros.

La idea de regresar a la naturaleza ha albergado a menudo una toma de posición  desafiante y subversiva del individuo respecto a la sociedad establecida y sus convenciones. En gran medida es lo que hoy plantea la concienciación colectiva acerca del cambio climático y la necesidad urgente de proteger la naturaleza, apelando a luchar contra la voracidad del neoliberalismo. No obstante, es una reivindicación en la que a veces me parece inevitable encontrar demasiadas contradicciones y una cierta grandilocuencia, y me pregunto si no estaremos pecando de antropocentrismo. Es decir, si no estaremos reclamando una vinculación a la naturaleza en la que el hombre siga siendo en última instancia el gran protagonista y beneficiado. Es algo muy distinto a esa empatía de la que tú acabas de hablar y que se refleja en los escritos de tu libro, describiendo los ritmos y actividades de la “vida cotidiana” de los seres vivos, la depredación o la muerte en la naturaleza. Creo que una relación de respeto verdadero a la naturaleza no consiste en esos súbitos giros de conciencia y adopciones repentinas de poses “verdes” y “sostenibles”, sino que debe surgir de otro fondo.

Además de esas cuestiones absolutamente objetivas de preservación del entorno, para mí es fundamental la idea de que los derechos no son sólo para nosotros. Los animales tienen el mismo derecho a existir que nosotros. Aunque sea algo que quizá no esté registrado en términos jurídicos, ellos tienen exactamente el mismo derecho que nosotros a estar aquí, y seguirán estándolo cuando nosotros nos vayamos.

El biólogo Edward Wilson, uno de los grandes científicos mundiales, explora en su libro Biofilia esa necesidad que los humanos tenemos de entender y relacionarnos con nuestro entorno. Su tesis es que ciencia y arte han divergido, yendo cada uno por su lado para explicar los mismos fenómenos; no obstante, hay un punto de convergencia entre esas dos tendencias y es la biofilia: la necesidad de simpatizar con y amar aquello que estamos conociendo, la fusión perfecta entre el arte y la ciencia para el conocimiento de la naturaleza. La biofilia es lo que nos hace humanos en el sentido espiritual del término. Estar en la naturaleza es escarbar en lo más profundo de nosotros.

Yo no me permito hablar de biofilia, pero lo que sí sé es que culturalmente, aparte de cuestiones de justicia mundial, necesitamos vibrar sabiendo que existen otras cosas ahí afuera. Por eso viajamos a la Luna, observamos las estrellas, miramos por un microscopio, observamos pájaros con unos prismáticos y grabamos el sonido de las ballenas bajo el agua…Cuando eso vibra, nos hace vibrar. Ese es un concepto muy norteamericano del siglo XIX: el de «la última frontera», tras la que se abren naturalezas enormes. Quiero transmitir la imagen de que eso existe ahí afuera, que no está muy lejos, sino solamente ahí afuera y que no se trata de ir muy lejos, sino de ir muy callados. No se trata de hacer grandes viajes buscando el último reducto del planeta, sino de ir con otra actitud allá donde vayamos, esa actitud que nos permita descubrir ese último reducto que está ahí. En la década de los 70 se escuchó por primera vez cantar a la ballena jorobada. Hasta ese momento nunca se había sumergido un micrófono bajo el agua. Escuchar eso nos abrió a todos a algo nuevo: ahí abajo había un mundo que cantaba, se expresaba, manifestaba sentimientos… Un micrófono que grababa bien bajo el agua, ese avance tecnológico, hizo que las ballenas dejasen de ser esas enormes masas de grasa que se arponean para convertirse en animales inteligentes que nos traían mensajes del mundo submarino. Por eso para mí es tan importante la ballena: porque estaba ahí, a dos metros bajo el agua, pero nadie sabía que estaba ahí. Si yo voy al pinar que está detrás de mi casa, te podré contar una historia que tú no has visto, aunque hayas pasado mil veces por él.

Sí es cierto que ahora ha emergido esta especie de concienciación que proclama: «Debemos irnos a vivir a los pueblos», por ejemplo. «¡Salvemos el planeta!», «Vayámonos a vivir a una cabaña al bosque y contémoslo después en un libro que se convierta en best-seller».  El mundo de la conservación es muy mesiánico y está lleno de personas que quieren dar testimonio, pero yo no quiero dar testimonio a nadie, sino contarte cómo es aquello. Con eso aspiro a que la gente, a través de la belleza, del placer estético, aprecie lo que tenemos ahí afuera y lo valore un poco más, y que tal vez nos volvamos más exigentes a la hora de cuidar el entorno natural. La única buena noticia que hubo durante los primeros meses de confinamiento a causa la pandemia fue que durante tres meses el tráfico se detuvo y cesó el ruido, la gente abrió las ventanas y podía oír el campo en sus ciudades y se dio cuenta de que eso le gustaba. Conseguir que la gente sea algo más crítica a la hora de permitir que destruyan o transformen su entorno cotidiano, urbano o natural, sí es una buena causa.  Mi propósito no es ir más allá de eso. Sí, por supuesto, que creo firmemente en que hay que proteger a los lobos y que es preciso mantener el 50% de los espacios de la Tierra para que haya un soporte real para la biodiversidad, pero no proclamaré a voz en grito: «¡Salvemos el planeta!» porque esos mesianismos me parecen tan insostenibles como otros.

Me impresiona mucho cuando dices que el hecho de que los sonidos de la naturaleza resulten hoy una especie de exotismo no es sino una evidencia de cuánto nos hemos alejado de la naturaleza. Ese alejamiento interior es terrible.

Tanto en El sonido de la naturaleza como en Viaje visual y sonoro a los bosques de España hay un capítulo dedicados a los sonidos onomatopéyicos de las aves. En el último hablo de los verbos utilizados para designar la acción del canto de las aves. Hubo gente que supo llamar a la abubilla por el sonido que emitía, que sabía que un pájaro tan poco conocido como el archibebe dice «chibibí» o ponían un nombre a un sonido, llamándolo «crocitar» o «trisar», como hace la golondrina que en la parrafada que lanza al cantar de pronto dice, literalmente, «trs». Cuando la gente era capaz de escuchar eso y nombrarlo con tanta precisión es porque vivían en íntima relación con ese mundo. Si hoy día esos sonidos y esos lenguajes que nos han estado acompañando a lo largo de toda nuestra historia aparecen como un exotismo no es que hayamos dejado de escuchar, sino que escuchamos otras cosas. Tenemos infinitud de nombres y verbos para multitud de otras cosas, pero eso nos muestra cómo nos hemos ido. Nos hemos alejado. El hecho de que yo lleve treinta y cinco años grabando sonidos y difundiéndolos a través de los medios de comunicación y siga siendo uno de los pocos que se dedican a ello significa que este mundo esté muy lejos de nosotros, aunque esté ahí enfrente. Si para alguien un determinado sonido resulta raro es porque no lo ha escuchado nunca.

Y verbos como “agostar”, que reflejan también cómo en un momento las personas vivieron atentas y vinculadas a los ritmos de la actividad natural.

En el pasado, el cereal granaba en agosto. Por eso, la cosecha «agostaba». Ahora, dado que los cereales son más rápidos, los abonos y la maquinaria también contribuyen a eso, ese proceso sucede en junio y el verbo, que corresponde nítidamente a un momento del año, se aplica dos meses antes. Es algo que está sucediendo en muchos otros ámbitos, como el folclore: hoy nadie sabe qué son unas almadreñas, por ejemplo. La cultura evoluciona. Lo que está sucediendo no es un empobrecimiento, sino un ensordecimiento hacia lo que hubo. Esas palabras son como testimonios de lo que hemos olvidado.

Antes has dicho que aspiras a que a través del placer estético, de contar cómo es la belleza de la naturaleza, tomemos conciencia de la necesidad de valorarla y protegerla. Comenzamos esta conversación hablando de la forma y sonido de las palabras y del valor de lo que hay guardado en sus significados. Quisiera preguntarte si «belleza», que pronuncio con toda la prudencia y respeto que merece, es una palabra con sentido y valor para ti.

Todo. Es una expresión muy trillada y muy pedante, por eso procuro no usarla mucho porque creo que es la que lo justifica todo. Diría que lo que estoy contando es cómo suena la belleza o lo bella que es la realidad cuando suena.

Y, entroncando con el concepto de biofilia, no estoy en esto porque me fascinaran con datos, aunque también, sino porque fui fascinado con cosas bellas. Cuando ves la belleza de un animal es cuando quedas atrapado, después aprendes sobre su biología y mucho más, pero el gancho inicial no es el dato sino la afinidad con algo tan bello, con lo bello. Es una expresión muy gastada, pero sigue siendo absolutamente real y en mi caso particular fue indudablemente el camino: reconocer algo como bello y que despertase mi interés.

Además de la  información, conocer todos esos datos que justifican la actual alarma, me parece que hace mucha falta transmitir la sensación de que no es nuestra vida o futuro lo que estamos destruyendo, sino lo más bello de este mundo, y que no debería vivirse sin eso.

Carlos de Hita, El sonido de la naturaleza. Calendario sonoro de los paisajes de España, Anaya, 2021.

Ilustraciones

(1-4 ). Ilustraciones de El sonido de la naturaleza por cortesía de Francisco J. Hernández (www.avestrazos.com).

(5). Carlos de Hita (www.carlosdehita.es).

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